martes, 2 de junio de 2009

La flor del silencio

Nuestra casa de Uncastillo tenía un gran jardín lleno de flores amarillas, rojas, violetas, de todos los colores, y que papá cuidaba con tanto esmero para que siempre estuvieran perfectas.

Pero a todo jardín le llega su helada, y como decía mi padre todo lo bello se desvanece algún día. Aquel día, cuando las preciosas flores desparecieron empecé a perder el rumbo de mi vida.

Entonces, emergió él, recuerdo la primera vez que nos vimos, yo tenía dieciséis años y rondaría el mes de diciembre. Sentada en mi portal contemplaba con rabia lo que el hielo, de la noche anterior, había hecho a mis pobres flores, tan sensibles, tan impulsivas, floreciendo tan temprano. Y en ese instante apareció él, se sentó a mi lado y dijo: “A mi lado el jardín de flores amarillas, rojas, de todos los colores, no desaparecerá nunca de tu vida.”

Me casé con apenas dieciocho años, y todo trascurrió en silencio, sin palabras, sólo los insultos y los reproches llenaban nuestra alcoba.
Soporte sus gritos, sus idas y venidas al club de la Nacional, me acostumbre a sentirlo así, era su forma de quererme.

Después, vino la primera bofetada, lo había visto en la televisión, pero hasta que no sientes el calor de su palma rasgando tu cara no comprendes que la avenida, esa amplia avenida que es la vida, se ha convertido en una estrecha calle.

No tuve valor para afrontar sus engaños, sus golpes, con sus palabras, siempre envolventes, me hacía creer que era necesario, que debía aprender, pero ¿Qué debía aprender? Sólo él lo sabía, y mi frustración era su diversión.
Pero una tarde de julio, mi jardín se llenó de crisantemos, claveles, rosas, lirios y margaritas. Y ahora sé que ha cumplido su promesa. Por fin, estaré rodeada de flores para siempre.